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Esos camareros

Distantes o cercanos, profesionales o despistados, atentos o autómatas: hay tantas clases de camareros que sería imposible clasificarlos a todos. Pero, como íbamos para taxónomos, por lo menos lo intentaremos.

Entre el pincho de tortilla y el cliente ansioso, entre la caña y el buche recalentado, entre el café resucitador y el funcionario zombificado y entre el analista de copa Riedel y el perfeccionismo de la servilleta que usará el inspector de la guía Repsol. En ese amplio, inmenso, casi inconmensurable espacio habita el camarero: todo ese reino de las posibilidades es su dominio.

La diversificación de la hostelería -del bar de barrio hasta el tres estrellas- nos ha dejado una tipología camareril fascinante. Somos fans de todos ellos, casi tanto como de las catalogaciones y las taxonomías. Aquí hacemos una imprecisa y subjetiva del camarero de proximidad, del que no plancha los manteles sobre la mesa ni mide, con una varilla, la distancia entre el plato y la copa. ¡Gloria y honor al egregio dispensador de manjares y libaciones!

El impertérrito camarero universitario

Cinco años me pasé en la facultad y nunca me tomé un café que no fuese un purgante. El misterio insondable de por qué no hay una sola cafetería universitaria que dé un brebaje medio decente es el mayor enigma de nuestros días. Tengo dos teorías: o bien existe una gran logia de camareros que pretenden dominar el mundo socavando el colon de las futuras élites intelectuales; o bien es un intento bastante raro de democracia: el café deleznable iguala al catedrático y al estudiante de primero, al burócrata universitario del artista de posgrado. En mi facultad al menos gozaba del trato humano. Era el edificio de Filosofía, no era difícil recordarnos por nuestros nombres, aunque el camarero nos recordaba por nuestros pueblos (una pequeña excentricidad sin importancia).

Sabía con qué tomas la tostada, qué tipo de café prefieres y en qué parte de la barra te pones: esto es muy reconfortante cuando vienes de estudiar a Hegel. Pero cuando dejé las provincias y vine a Madrid, con mi maleta cargada de sueños y mis ojos puestos en el porvenir, descubrí por qué las grandes ciudades aniquilan a las personas: máquinas para pedir el desayuno. Echas unas moneditas, le das a un botón, sale un papelito que le das al camarero y te lo cambia por la comanda. Ahí fue cuando perdí toda esperanza.

El que te explica las cosas

Cena de Navidad, restaurante de medios vuelos, sala medio íntima, medio chic. El sitio era un asador. Camarero entrando por la puerta, sonrisa del Gato de Cheshire. Antes de que podamos impedirlo, el tipo agarra la carta y empieza a explicárnosla línea a línea. Tenía, lo admito, una habilidad envidiable para evitar interrupciones. Todo era «sutil», «delicado» o «muy sabroso». ¡Qué florituras en el lenguaje! ¡Qué dominio del epíteto! Nunca he sentido tanto alivio al pedir una cena. Pero nuestro camarero aún guardaba un superpoder en la manga: el de preguntar cada minuto y medio si todo estaba a nuestro gusto: si la carne aún estaba caliente, si queríamos más vino, si necesitábamos otra cosa. Conseguir molestar siendo amable no está al alcance de cualquiera.

El que quiere ser tu colega

Últimamente ha proliferado un tipo de camarero que quiere ser tu amigo. Te habla como si hubieseis jugado juntos al fútbol en el colegio después de tomaros el ColaCao. Se sienta en tu mesa, hace chistecitos. ¡Qué desastre! La gran arma del camarero es crear, entre él y el cliente, una distancia insondable: la distancia del mandil o de la barra. "Te atiendo con amabilidad, pero no soy tu amigo". Quizás es porque soy uno de esos clientes antipáticos y me repugna la complicidad. ¡No soy un hombre de mi tiempo! Por eso yo prefiero al del siguiente supuesto.

El camarero malaje

Cara de pocos amigos, la cordialidad justa y trabajo con precisión marcial. Tú pides, él te trae. Tú le sonríes y él te mira como las vacas al tren. ¡Qué enorme delicia! Por el mismo precio, puedes disfrutar de tu caña y de su indiferencia. No te trata con esa cordialidad impostada y paternalista, como si necesitases que te cortasen el filete en trocitos pequeños. Su apatía es el galardón con que obsequia a sus clientes.

Esta categoría tiene variedades locales. La que mejor conozco es el ‘camarero andaluz’, que consigue una rara mezcla de gracejo y mala leche muy difícil de imitar. Es algo así como una esfinge: te trata con esa cortesía reverenciosa que se supone que tenemos en el sur pero, como te pases un pelo, te atiza con el humor andaluz: el más ácido e hiriente de cuantos humores hay.

El androide

La vida en un restaurante de comida rápida no debe ser fácil. Cuando Ford inventó la cadena de montaje ganó en eficacia, pero también en alienación. Todos los profesionales de la hostelería enumerados hasta ahora tienen la posibilidad de añadir algo de su cosecha: este no. Su oficio es repetir consignas. “Puede hacer gigante su menú por 0.50”, “¿Para tomar aquí o para llevar?” Voy a hacer una confesión: me apasionan las hamburguesas de euro del Burger King. Y cuando más me gusta comerlas es a la vuelta de la ópera, vestido de punta en blanco. Nadie junta alta y baja cultura con tanta maestría como yo.

Tengo, por tanto, un fast food de confianza. Un día que había bastante cola, mientras esperaba, me fijé en que todo allí tiene una etiqueta con indicaciones: las planchas, las freidoras, los termostatos de la sala. Y he aquí lo glorioso: nada estaba según lo indicado: el aire acondicionado más frío de lo que debía, la temperatura de fritura más alta de lo que allí decía. ¡Qué íntima revolución! ¡Qué acto de rebeldía tan exquisito!

El de autoservicio

En mitad de la A-4, un camarero, con una chapa que dice su nombre en la camisa, ve aparcar el decimosexto autobús en lo que va de turno. Esta vez una ristra de ancianos, hace media hora un colegio, después un autobús que cubre la línea Santiago de Compostela-San Fernando-Cádiz. Ese empleado ve en una jornada más caras que tú en una vida; y se ha hecho así poseedor de una sabiduría inaudita: ha comprendido lo que hay de común en todos los hombres. Es por eso que su mirada no se fija en ti, sino que te atraviesa, mientras te cobra 12,5 por una CocaCola y medio sándwich reseco. Es, en mitad de la inmensidad y la nada, un oráculo: un vigilante. Aun así te dará mal café, una tostada lamentable y un menú caro y decepcionante.

El dichoso propietario de una tasca

Si "tasca" te desconcierta, llámalo "bistró". Un negocio pequeño, de carta breve donde todo está rico. Hay poco personal: uno en la barra, otro en la cocina. Entre la barra y las mesas entran treinta personas. Estos sitios son lo más parecido a la felicidad que uno puede encontrar. Sin más agobios que los de contentar a los clientes que caben, sin intención de innovar ni de crear, van saliendo las croquetas, las bravas, las albóndigas, los montaditos. El mismo negocio ya filtra a los comensales: todo el mundo sabe lo que hay, así que nadie se va a poner impertinente. Es, al fin, el victorioso encuentro entre la realidad y las expectativas. Se crea una complicidad sincera, un bienestar compartido difícilmente replicable en otro lugar.

Se nos quedan en el tintero algunas categorías gloriosas: el del mondadientes en la boca, el del bar con fotos en la carta para extranjeros… Quizás algún día nos atrevamos a hacer el libro de pastas duras que el gremio merece, con sus buenas ilustraciones: Camareros de ensueño. Un best seller asegurado entre los que hemos pasado parte de nuestra vida entre la mesa y la barra.

Escrito por Joaquín Jesús Sánchez

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