Historia de los modales en la mesa
¿Quieres saber de dónde vienen los modales en la mesa?. Aquí te lo contamos.
No metas la mano en el plato. Límpiate con la servilleta. No apoyes los codos. ¿Desde cuándo existen estas normas en la mesa? Averígualo viajando a los tiempos en los que limpiarse con la manga o tirarse un pedo era normal.
En la mesa no se juega con la comida, no se canta, no se apoyan los codos y se usan los cubiertos adecuados para cada plato: esto es algo que nos han enseñado a todos. Pero estas costumbres que nunca nos hemos planteado -¿cómo íbamos a hacerlo?¿Acaso alguien quiere ver el mundo arder o, lo que es peor, darle un disgusto a su abuela?- tienen un orígen y una evolución de la que probablemente sabemos entre poco y nada. O sabíamos, porque en este artículo nos empaparemos de la historia de los modales en España.
Manazas fuera
“Y no les deben consentir que tomen el bocado con todos los cinco dedos de la mano, y que no coman feamente con toda la boca, mas con una parte. Y limpiar las manos deben a las toallas y no a otra cosa como los vestidos, así como hacen algunas gentes que no saben de limpiedad ni de apostura”.
Éstas son algunas de las recomendaciones que aparecen en las Partidas del rey Alfonso X el Sabio acerca de las “cosas que deben acostumbrar los hijos de los reyes para ser apuestos y limpios”. Así que si tú no comes a dos carrillos ni te limpias en la manga, estás sobradamente cualificado para sentarte a la mesa de un rey medieval. Aunque nos parezcan primitivos, estos buenos modales eran parte de la educación principesca de mediados del siglo XIII, y gracias a ellos se esperaba que los príncipes de Castilla destacaran sobre los demás comensales.
Debían comer moderada “y no bestialmente”, esperando a haber masticado antes de meterse otro bocado en la boca, usando tres dedos (pulgar, índice y medio) en vez de toda la manaza para coger los alimentos y a ser posible, limpiándose antes y después. También se desaconsejaba que cantaran y hablaran con la boca llena o que se acercaran demasiado a la escudilla, puesto que había que compartirla. Aunque ahora no hay escena de serie o película medieval sin su banquete guarro ni su pollo asado engullido a mordiscos, la sociedad de aquellos tiempos era más civilizada de lo que solemos pensar.
Al menos la que quería distinguirse de la plebe y no tenía que preocuparse de si habría qué comer sino de cómo comerlo. Dentro de su simpleza, estas reglas de cortesía eran la cúspide de la buena educación de su época, según la tecnología e higiene disponibles. Si se decía “no escupas en la copa” era porque la escasez de vasos obligaba a compartirlos; “coge la sal con la punta del cuchillo” ayudaba a no ensuciar con los dedos el salero común, y “no te rasques en la mesa” tenía sentido en un tiempo en el que los baños no eran comunes y el cuerpo picaba.
La servilleta comunitaria
A medida que pasó el tiempo y fueron cambiando las circunstancias sociales, las buenas maneras se fueron haciendo más complejas. Hicieron falta nuevas normas para separar al rey de los nobles, a los grandes aristócratas de los menores y a los religiosos de los laicos. Cada vez fue más habitual disponer de plato, vaso, servilleta y cuchillo individuales y de distintos materiales, de modo que hubo especificar sus usos, a la vez que se daba mayor importancia a la higiene, la privacidad y el decoro. En 1332 el Libro de la orden de caballería de la banda de Castilla recomienda a los caballeros no comer manjares sucios y nunca sin manteles, a no ser que se tratara de fruta o estuvieran en guerra. Se esperaba que una mesa decente estuviera cubierta con un mantel grande y otros más pequeños que marcaban el sitio de cada comensal, con una especie de servilleta común que colgaba del borde de la mesa y en la que todos se podían refrotar alegremente las manos.
Los antiguos griegos usaban para limpiarse las manos apomagdalia o miga de pan que luego se daba a los perros, y los romanos tenían paños grandes y pequeños (sudaria y mappa). En la Castilla medieval se usaban ‘tovallas de manjar’ y ‘pañizuelos de mesa’, que al principio estaban colgados de las paredes y luego fueron acarreadas por los sirvientes. El maestresala, encargado principal de los banquetes, llevaba la servilleta —del tamaño de una toalla de manos actual— sobre el hombro izquierdo, y el resto de criados en el antebrazo. Las ofrecían cada vez que el invitado comía o bebía, y se cambiaban con cada nuevo plato o servicio. Así se puede ver en el cuadro Las bodas de Caná (Paolo Veronese, 1497), donde también vemos los cuchillos pequeños o cañivetes que servían para pinchar la comida.
Aún no se estilaba el tenedor, pero tampoco penséis que aquello era una rebatiña cochiquera. Había cucharas, por supuesto, y los banquetes elegantes eran siempre atendidos por un trinchante que cortaba y repartía la carne en trozos pequeños para que los comensales tuvieran que usar su cuchillo lo mínimo. Los pedazos o tajadas de carne se servían sobre rebanadas de pan para no pasarlos con las manos, y los platos -que se daban solamente a los invitados más importantes- se traían tapados de la cocina, cubriéndose con un paño cada vez que el servido bebía, no fuera a ser que se salpicara la vianda. ¿Veis cómo eran más civilizados de lo que pensabais?
Historia del tenedor
El tenedor existe desde la Antigüedad, aunque entonces se usaba la llamada fuscicula sólo como utensilio de cocina y servicio, para sujetar la comida mientras se cortaba. Con dos dientes y forma de horquilla se conservó en Oriente Medio y en el imperio bizantino, de donde volvió a Europa en el siglo X gracias a las princesas de Constantinopla Teofania Sklerania, esposa del emperador del Sacro Imperio Romano Germano Otón II, y Teodora Ducas, mujer del dux de Venecia Domenico Selvo. A esta segunda se debe la mala fama que tuvo el tenedor hasta el siglo XVI, ya que la pobre era demasiado atildada para su época y “sus comidas eran tan regaladas, que las bocas de los reyes no habían gustado cosas más extraordinaria, y además de esto, no llegaba las viandas sino con tenedores de oro y de piedras preciosas”. San Pedro Damiano, testigo de los caprichos de la duquesa, los condenó y afirmó que debido a tanta tiquismiquisería Teodora sufrió en su vejez una enfermedad tan asquerosa que nadie la podía atender, en castigo a su soberbia. Puede ser que lo que le pareciera mal a Damiano fuera que el tenedor fuese de oro y no su uso en sí, pero de todas maneras se entendía que la comida era un regalo de Dios y llevarla a la boca con un instrumento de metal era casi profanación.
Pese a su fama de mala pécora, a Teodora se debe la implantación del tenedor en Italia, donde se hizo muy popular porque facilitaba mucho la tarea de comer pasta. El forchette italiano pasó a la Peninsula Ibérica llamándose forqueta antes que tenedor. En 1423 el marqués de Villena explicaba en su Arte cisoria o Tratado del arte de cortar a cuchillo cómo lo que el denominaba brocas “se facen comunmente de plata, è de oro” con dos o tres puntas y el extremo contrario también puntiagudo. La primera servía para “tomar alguna vianda è ponerla delante sin tañer de las manos pan è fruta cortados o enteros, pueden con aquellas dos puntas comer vianda adobada sin untarse las manos”. Con la punta que tenía en el mango se pinchaban moras, nueces, dulces o jengibre. La broca tridente servía para sujetar la carne que se debía cortar o cualquier otra cosa que necesitara de un agarre firme.
No se usaban para todo, pero los tenedores ya comenzaban a asomar la patita en las mesas de los ricos. Hubo que esperar dos siglos más, hasta el XVII, para que el tenedor (que empezó a llamarse así en torno a 1530, de “tener” entendido como “sujetar”) se extendiera ampliamente a la burguesía. Los cubiertos eran caros y frecuentemente se heredaban, figurando en inventarios y testamentos como los de Felipe II, quien ya lo usaba frecuentemente. También lo utilizó su padre Carlos V, y ambos aparecen en un banquete imaginario pintado por Alonso Sánchez Coello en 1579 blandiendo tenedor.
También podemos ver en el mismo cuadro cómo todos los reales comensales tienen plato de metal y la caterva de sirvientes que les atienden. Entre ellos y con la servilleta en el hombro, el duque de Alba. Servir la mesa del rey eran uno de los mayores honores, y la etiqueta borgoñona traída por Carlos V de Flandes estableció reglas muy estrictas que debían observarse en la mesa. De cualquier alimento o bebida servida al monarca se hacía salva —probarlo y comprobar que no estuviera envenenado o en mal estado—, besando la servilleta y el pan que se le ofrecían y sirviéndole el vino de rodillas.
Cuescos discretos
En el siglo XVI se experimentó un profundo interés por las reglas de etiqueta, el protocolo y “la buena crianza”. Los buenos modales eran indispensables si se quería medrar en la corte, y el humanismo renacentista comenzó a dar importancia a la civilidad y urbanidad. En 1528 apareció el libro El cortesano del diplomático Baltasar Castiglione, y en 1530 Erasmo de Rotterdam publica De la urbanidad en las maneras de los niños (De civilitate morum puerilium) en el que hay varios capítulos dedicados a los banquetes. Erasmo no se corta un pelo en hablar de asuntos que más tarde se considerarían escatológicos: “para vomitar, retírate a otro sitio” o “si es dado ventosearse, hágalo así a solas; pero si no, de acuerdo con el viejísimo proverbio, disimule el ruido con una tos”.
El pensador holandés ya aconsejaba no apoyar los codos en la mesa, sentarse erguido (“el oscilar sobre la silla y ahora sobre esta nalga, ahora posarse sobre la otra, da la apariencia de quien está cada poco soltando ventosidad del vientre o que está haciendo esfuerzos por soltarla”) y colocar el pan a la izquierda y el cuchillo a la derecha. A contrario de los usos actuales, que aconsejan trocear el pan con las manos, Erasmo dice que “desmenuzarlo con la punta de los dedos, déjalo para refinamiento de algunos cortesanos; tú córtalo decentemente con el cuchillo”.
En 1582 aparece El Galateo español, traducción y adaptación de Lucas Gracián, secretario de Felipe II, de Il Galateo, el libro de etiqueta más popular de la Europa en aquella época. En él se sigue hablando impúdicamente de vómitos y mocos con gran sentido del humor. “Hase visto asimismo otra mala costumbre de algunos, que suenan las narices con mucha fuerza y páranse delante de todos a mirar en el pañizuelo lo que se han sonado, como si aquello que por allí han purgado fuesen perlas o diamantes que le cayesen del cerebro”. Más que decir lo que hay que hacer, Gracián subraya lo que no que hacer en la mesa para no parecerse a esos que “a manera de puercos con el hocico en la comida del todo metido […] y con entrambos los carrillos llenos, que es como si tañesen trompeta o soplasen en la lumbre“. No se podían toser, estornudar ni escupir, ni hacer cosas sucias como ofrecer a otro el la servilleta usada, limpiarse la nariz o el sudor con ella, soplar la sopa para enfriarla ni “hacer acto alguno por el cual muestre a otro que le haya contentado mucho la vianda o el vino, que son costumbres de taberneros o de parleros bebedores”.
Tres deditos
Servían pues los modales para distinguirse del vulgo, y de esa manera las reglas de protocolo comenzaron a ser objeto de la aspiración de la burguesía y clase media en los siglos XVIII y XIX. Los manuales de cortesía y buenas maneras se convirtieron en éxitos editoriales y en la llave para alcanzar una posición social mejor. En 1700 aún se comía en gran parte con las manos, pero sólo con tres dedos de la mano derecha, usando el cuchillo para partirla. “Use de tal manera la servilleta y manteles que no dexe en ellos señal, y por esto no ensucie los dedos en demasia ni labios con lo que come, ni acuda con cada bocado á limpiarse, sino quando huviere de beber”. Hacia 1800, todos los libros de educación infantil incluían normas de urbanidad y cortesía que los niños debían aprender para desenvolverse en sociedad. Aunque se consideraba que los melindres excesivos eran cosa de mujeres, el protocolo era ya muchísimo más sofisticado que en los siglos anteriores.
Por fin el tenedor es común: “La comida se toma con la mano derecha, y si fuere cosa que necesite ayuda de tenedor y cuchillo para sujetarla y dividirla, se tomará el cuchillo con la mano derecha y el tenedor con la izquierda, pero en ninguna ocasión la cuchara” (Arte de escribir por reglas, 1798). “Cuando no se ponga cuchara en las fuentes comunes ni se mude la que cada uno tiene en la mesa, no la entrará en la fuente sin limpiarla primero”. La sofisticación había llegado a un punto en el que había vajilla, cristalería y cubertería específica para distintos alimentos y no había nada más mortificante ni paleto que demostrar el desconocimiento de su uso.
No sólo había que saber comer y beber con urbanidad, sino ser buen anfitrión e invitado. Esto implicaba conocer cómo había que agradecer o extender una invitación, cómo aceptarla por escrito, dónde sentarse, qué tipo de conversación entablar, cuándo levantarse, cómo trinchar o servir y cómo ordenar a los criados, en caso de que los hubiera.
Orden en la mesa
Los distintos servicios que progresivamente se fueron imponiendo (a la francesa, a la rusa, a la inglesa, buffet) también implicaban saber por qué lado se servían los manjares, si el comensal cogía su propia porción de la mesa, de una fuente que se iba pasando o si se servía el alimento ya emplatado. Un verdadero estrés. Se esperaba que el dueño de la casa trinchara las carnes y que su mujer sirviera la sopa, pasando los platos de mano en mano primero a las mujeres y después a las hombres, que estaban sentados en orden jeráquico a izquierda y derecha de los anfitriones (que ocupaban los extremos de la mesa) en cercanía según su importancia. En La joven bien educada (1875) ya se prohíbe terminantemente tocar ningún alimento con los dedos, al igual que introducir el cubierto individual en ningún otro plato que no fuera el propio. SI ahora se ponen cuchillo y cuchara a la derecha del plato, y el tenedor a la izquierda, entonces todos los cubiertos se colocaban a la derecha, y el pan y la servilleta a la izquierda.
A principios del siglo XX se dan por conocidas las reglas más básicas de las buenas maneras y los libros de etiqueta no se molestan ya en hablar de cómo sujetar el cuchillo y el tenedor. Cinco siglos de continua evolución del protocolo se aprenden en pocos años, siendo niño, y los consejos rizan el rizo estableciendo incluso la temperatura ideal del comedor. “El comedor estará bien iluminado y a la temperatura de 16 á 17 grados. La mesa, cubierta con mantel bueno, limpio y de dimensiones adecuadas, tendrá una servilleta, cubierto y cuchillo para cada convidado, plato y copa para el agua y tres de diferentes tamaños para otras tantas clases de vinos; pero si hubiere más, los criados llevarán con la botella la correspondiente copa, así como otras especiales para servir el Champagne” (Nociones de urbanidad, 1906). En esa época se alcanzó en España la máxima locura y complejidad del buen comer, tal y como vemos en un artículo de la revista Hojas selectas del año 1906. Titulado El arte de comer, dedica diez fotografías y varias páginas al espinoso asunto de cómo comer langosta, ostras, pescado con ¡dos tenedores!, sopa, postres con cuchara y tenedor, alcachofas, aceitunas o apio. “De la manera de sentarse á la mesa, de manejar el cubierto, ponerse la servilleta, cortar las viandas, beber y mascar, en mil menudencias, en fin, al parecer insignificantes, se puede colegir, con muy posible certeza, de la clase de persona que por comensal tenemos y de si se crió en buenos pañales”.
Después de eso, la etiqueta se fue relajando a lo largo del último siglo, eliminando los elementos y cubiertos superfluos y simplificando el servicio. Nuestras reglas han cambiado, y se ve incluso como una exageración el usar cubiertos para comer ciertos mariscos, espárragos, fruta, pasteles o pizza. La etiqueta sigue cambiando y nosotros la haremos evolucionar igual que nuestros antepasados. Eso sí: siéntate recto, no rebañes la salsa y no apoyes los codos. Ya lo decía Alfonso X. Y las abuelas, que en la mesa mandan casi más.
Escrito por Ana Vega 'Biscayenne'
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