La historia del Daiquiri

En la misma escalinata del avión, en mi primera visita a Cuba, pude sentir el encanto del Caribe. La brisa se mecía entre las diferentes tonalidades del intenso azul del cielo y el mar. Complementaba el cuadro una brillante luz de pleno sol, que lo alumbraba todo con dorado resplandor.

Creo que venía predispuesto para disfrutar del placer de la naturaleza, influenciado por el Almirante de la Mar Océano, don Cristóbal Colón, quien fue el primero en entusiasmarse con esta isla al calificarla como “el lugar más hermoso que ojos jamás hayan visto”.

El primer capítulo de la historia del Daiquirí, sabroso y sensual cóctel, fue escrito en medio del mágico encuentro de dos mundos diferentes, en 1493, cuando los embajadores del placer intercambiaron la transparencia de las volutas del tabaco por el ardiente dulce de la caña de azúcar y por supuesto, su hijo predilecto, el ron, el verdadero ciclón del Caribe.

La gente de Cuba es entrañable, los buenos amigos se encargaron de que mi estadía, con fines académicos, fuera realmente inolvidable. Recorrimos literalmente de palma a palma “La Habana Vieja”, y a través de sabios relatos pude transportarme a finales del siglo XVIII, en pleno barrio de Monserrate, al lugar del más famoso bebedero de todo el Caribe: “La Piña de Plata”. Dos arcos de sillar nos señalaban uno la calle del Obispo y el otro a la calle O’Reilly, en medio una hermosa plaza donde se lucía con sus puertas abiertas, en clara señal de amistad, este famoso lugar, ofreciendo a los sedientos jugos, infusiones y un incomparable trago del ardiente ron.

Con el paso de los años, en 1771, vino la época del hielo. Don Francisco de Arango y Parreño presentó una solicitud para traer a esta bella ciudad la maravilla del frío, “para que los habaneros puedan gozar cabalmente del clamoroso estío”. El señor Gobernador, Marqués de Someruelos, aprobó la iniciativa. Primero se lo importó desde Veracruz y Boston, pero en 1805, el “rey del hielo”, el gringo Tudor, obtuvo el monopolio de su fabricación en Cuba. Los alegres bebedores de ron comenzaron a probar las alternativas con el nuevo y frío elemento, compitiendo con sorbetes, nieve endulzada y helados. La Piña de Plata estaba en todo su esplendor.

A mediados del siglo XIX, en pleno Paseo del Prado, reinaba Cecilia Valdés, otro mito trascendente, una sensacional mulata con cuerpo de guitarra que fue símbolo en el proceso de abolición de la esclavitud. Me explicaron que su memoria romántica y ardiente se conserva intacta en la formula del Daiquirí.

Estaba naciendo la “cubanía”, con sus acentos de piel morena, criolla, sonora, con ritmo, sandunga y tumbao, en medio de un multicolor abanico de frutas tropicales, canistel, anón, mamey, hicaco, guanábana, guayaba, piña, que hicieron la delicia de la naciente heladería. Cerca, expectante y atento, el ron estaba dispuesto a mezclarse en horchatas, batidos y refrescos para crear una gran variedad de exóticas bebidas.

En el año 1896, en Daiquirí, un paraje del oriente cubano, trabajaba un joven ingeniero americano llamado Jennings Cox, que en sus horas libres mezclaba todo tipo de ingredientes con el ron, buscando una formula especial para su gusto. Hasta que dio en el clavo con la simpleza del jugo de limón, azúcar, hielo triturado y bastante ron. Finalizó sus ensayos, había encontrado el rum sour ideal.

Un ingeniero minero de origen italiano, Giacomo Pagliuchi, entonces capitán del ejército libertador, se encargó de bautizar este cóctel como “Daiquirí” y llevarlo como un preciado elemento de su valija a la ciudad capital.

Otro capítulo paralelo a esta historia lo escribieron los soldados del ejército libertador, en sus guerras contra el ejército colonial español, ya que bebían con frecuencia una combinación de ron y limón a la que llamaban “Cancháchara”. En 1898, las tropas norteamericanas del general Shafter desembarcaron en la zona sur y oriental de la isla, cerca de la playa Daiquirí y cuenta la tradición que el mismo general Shafter comentó que lo único que faltaba a la bebida de los patriotas era hielo, por supuesto muy difícil de conseguir en pleno campo de batalla. Ellos uniformizaron el nombre de esta combinación al llamarlo simplemente “Daiquirí”.

A comienzos del siglo XX, La Habana es una hermosa ciudad, fina en arquitectura, de exquisita herrería barroca y una tremenda fuerza de cromatismo en sus paredes. En la bulliciosa calle del Obispo, atrae a las lindas de siempre La Piña de Plata. Mi amable guía me describe una escena de la época, cantando una dulce melodía... “habanera... que es un grito de espuma en la acera... la que huele a naranja y hierbabuena, la que tiene los pies de paloma y sabrosos, densos y gruesos, como dulce de coco, los besos... es su boca de púrpura y nata, un refresco de piña y horchata, tamarindo y almendra que perfuma la vida cubana...”.

La venerable Piña de Plata está de aniversario, una centuria no pasa en vano, el viejo bodegón ya es una moderna “cantina” donde de sirven sofisticados cognacs, finos vermuts y perfumadas ginebras, pero su especialidad son los “compuestos” de fino ron, donde destaca el “Draque”, en memoria del corsario más osado de toda la hermandad de los piratas del Caribe, Francis Drake, que por supuesto, en espíritu, los visitó numerosas veces.

Como centro de los festejos del centenario hay que hacer algo especial, muy especial... los propietarios le cambian el nombre al bar, eligen “La Florida”, en clara alusión al pantanoso territorio español de Norteamérica que entonces dependía administrativamente de La Habana y abandonan su dulce estirpe de fruta fresca y argento. El común de las gentes lo bautiza con un diminutivo cordial: “El Floridita”.

En 1913, en el bar del cercano Hotel Plaza, el cantinero español Emilio Gonzáles también ofrece a sus clientes “Daiquirí”, según muchos es el mejor de La Habana. Quieren hacerle justicia al célebre “Maragato”, que es el apodo con que se le conoce a Emilio en el ámbito de las barras, preparados y cócteles.

En 1914, llega al “Floridita” otro español, el cantinero catalán Constantino Ribalaigua Vert, natural de Lloret del Mar y poco después otro buen profesional, el chef francés Jan Lapont. Ambos le dan categoría y modernidad al local. Parroquianos de los cinco continentes admiraban la destreza de Constantino que en la barra con rítmico y enérgico batido mezclaba diversidad de licores y refrescos.

Solo unos años después, en 1918, encontramos en la puerta del Floridita, sonriente y satisfecho, al nuevo propietario. Está disfrutando el paso del tranvía que lo saluda con su acompasada campanilla... “Buenos días, Constantino... ¿le ha ido bien a este pescador español?”

Constantino Ribalaigua es sagaz, sabe que necesita algo especial, que lo distinga de todo otro lugar, lo llama estilo propio para “tomar el día”. Él conoce todos los secretos de la barra, por lo tanto la respuesta está allí y no tarda en encontrarla.

Con ayuda de su máquina de moler hielo marca Flak Mak, recién traída de los Estados Unidos, pica hielo, lo conserva en una caja con aislante y huecos en el fondo para mantener seca la nieve. Lo junta en una batidora con una onza y media de ron blanco, una cucharadita de azúcar, 5 gotas de marrasquino, el jugo de medio limón y lo sirve en una especial copa de boca ancha previamente helada. Ha puesto su sello al famosísimo “Daiquirí Floridita”, que dará la vuelta al mundo de la mano de famosos de todos los sectores.

Después, una serie de estrellas de cine, de intelectuales y políticos, todos difusores vienen a Cuba y luego al Floridita a tomar Daiquirí. No podemos dejar de mencionar en primer lugar al Nóbel Ernest Hemingway, que dice de su infaltable cóctel, de todos los días: “esta bebida no puede ser mejor, ni siquiera parecida, en ninguna parte del mundo”. Ocupa durante 20 años la misma butaca del bar, hoy separada por una cadena y enfrente servido, esperándolo, un fresco Daiquirí a la moda Hemingway. Es decir, doble medida de ron, sin azúcar, un poco de jugo de toronja, el jugo de medio limón y para coronar la cascada de hielo frapé y media cucharadita de marrasquino. Salud con Usted Don Ernesto...

Jaime Ariansen Céspedes